martes, 17 de mayo de 2011

Oír para creer

La habitación está vacía y opaca, las paredes desnudas y la puerta cerrada.  Desde la única ventana sin cortina se observa la tarde oscura, cubierta de nubarrones y se percibe  el tranquilo olor de la lluvia al caer sobre el asfalto. Alguien, sentado en un taburete, está solo y se siente solo; una angustia lo recorre por no tener nada que hacer ni con quien. El tiempo se pierde horriblemente. Espera sosegarse y la pieza musical que se dispone a cantar tiene un fin primordial: conquistar un estado de euforia. Las gotas de lluvia golpean la ventana, poco a poco se hacen más fuertes.  De la nada, un estridente acorde de Re Menor apuñala el silencio con su guitarra.

Esas palabras son el preámbulo y el contexto de la composición musical que en unos instantes interpretará para mí Jorge Alberto Vásquez González, ingeniero civil y estudiante de séptimo semestre de Filología Hispánica de la Universidad de Antioquia.  Hasta entonces nada parece ser inusual. Me explico: estoy casi seguro de que existen en este momento miles de personas interpretando sus composiciones inéditas a algún amigo o enamorado, vacilantes, con una guitarra desafinada y bajo el amparo del pequeño imperio de sus habitaciones cerradas, libres de críticas y murmullos. Ahora bien, Jorge Alberto tiene la puerta abierta, sus dedos no vacilarán ni un segundo al rasgar las cuerdas de su guitarra una vez empiece la música.  Nada parece salirse de la normalidad; pero se me olvidaba decir algo: él tiene sordera profunda bilateral. 
 
La vieja guitarra electroacústica que hace algún tiempo le regaló un amigo de su padre sirve de intermediaria entre él y su historia, con la imaginación y la irremediable semejanza ­­–sin duda intencional- entre el solitario personaje que inspira la canción y su intérprete. 

Jorge Alberto se desdobla una vez sujeta la pajuela y rasga las cuerdas de la gastada guitarra con una claridad y finura producto sólo de incansables jornadas atrincherado en su habitación,  muchas veces con su oreja inclinada al cuerpo del instrumento para poder sentir las vibraciones de las cuerdas, especialmente las cuerdas graves que producen unas ondas que, aunque de modo leve, puede percibir bien. Mientras nuestros ojos se encuentran en un ocasional cruce de miradas, se hace obvio que esa música lo transporta muy lejos de allí, lejos de su ambiente y de sus cosas, a un lugar tranestelar; palabra que significa más allá de las estrellas y que, en la hipótesis de grabar un disco, sería el nombre de su banda.

Es una tarde de domingo. Por la ventana se filtra un grito de gol desde el televisor de alguna casa vecina, imperceptible para el oído de Jorge Alberto, que, aunque en ese momento está allí, entre sus libros y sus cosas, realmente está cercado por árboles bajo un cielo nublado, sintiendo el frío que evoca su canción. 

La música continúa: es melancólica, enérgica y evoca las grises atmósferas de las guitarras de las bandas grunge de los noventas, bandas que, según él, lo marcaron. Sigue escuchándolas con la nostalgia de las inacabables tardes adolescentes en las que solía pasarse con la oreja inclinada al parlante del equipo de sonido para así poder oír mejor aquellas canciones de una generación rebelde, canciones que le enseñaron a escuchar a su manera, que le enseñaron a su “obtuso oído” -como él mismo dice- a oír para creer… 

En el diccionario de la Real Academia Española, la palabra euforia, en la primera acepción, significa: «Capacidad para soportar el dolor y las adversidades». “Euforia”: así se titula la canción, que escucho con entusiasmo mientras intento memorizar el momento, agudizando mis sentidos para dejarme llevar a ese lugar que invitan no sólo las notas de la guitarra, sino una letra eventual que en su inconfundible voz canta o más bien recita: “Euforia, euforia, ven ya, ven…” letra que, según Jorge Alberto, es invocada por el ficticio y solitario personaje que inspira la pieza musical, mientras divisa la lluvia desde la ventana de su habitación y espera el sosiego necesario para soportar el dolor de estar tan solo.

Una vez finalizada su interpretación, Jorge Alberto se ríe, descansa la vieja guitarra en la cama y me mira como si buscara mi aprobación.  Por supuesto, la tiene, ¿qué más puedo decir? Me gusta su canción, en realidad es así.  “Euforia” es pegajosa, rítmica y realmente recuerda un aire de tristeza y hasta ocasiona el frío que pronostica.  Su sueño es llegar a grabar sus canciones algún día, probarse a sí mismo que lo que él oye en su mente puede ser considerado como música digna de ser escuchada una vez “traducida” ­-así denomina Jorge Alberto el proceso de dar a luz sus ideas y transformarlas en música, audibles para el oído promedio-  y pulidas por algún oído entrenado, en este caso el mío, debido al título universitario que me califica como músico profesional y que, según él, me distingue como veedor o, mejor dicho, como oidor de sus canciones. 

Su música es sombría y un tanto repetitiva. Aclaro que ninguno de estos dos calificativos son peyorativos; todo lo contrario, demuestran una exploración y un recorrido por sus adentros, por sus emociones y deseos que finalmente se reflejan en una música que, ineludiblemente, se parece a su autor y esto es algo que muchos artistas anhelan y sólo pocos logran obtener. 

Jorge Alberto no es un músico profesional; más bien ser músico es para él un hobby, un pasatiempo, una fuga de la cotidianidad del estudio, que lo absorbe totalmente en inacabables libros llenos de párrafos, tan tupidos como hiedras; párrafos que hay que releer y releer para exprimir de ellos el preciso aroma que poseen. Sus estudios en Filología son un espeso placer. Jorge Alberto, como es conocido en su familia, parece un intelectual, casi un ermitaño en su cuarto, que es un mundo muy particular, como su santuario: allí duerme, escribe y estudia mientras sus padres y hermanos, cohabitantes de su casa, se ocupan de sus actividades, ruidosos -como somos todos-, aunque casi silenciosos para los oídos de un Jorge Alberto acostumbrado a leer las palabras que provienen de los labios como si fueran letras de los libros que tanto lee.  

La sordera de Jorge Alberto, para mí, es anecdótica al escribir esto.  La sordera no ha sido una gran limitación para él; a mi modo de ver, ha sido un impulso, un motor. A sus 30 años, Jorge Alberto cuenta con un currículo que ya quisieran muchas personas. Por ejemplo, cuando era adolescente por poco se convierte en jugador profesional de fútbol, pero una lesión le impidió seguir jugando fútbol cuando el Envigado Fútbol Club se mostraba interesado en él.

Jorge Alberto es ingeniero civil de la Universidad Eafit. Dejó de ejercer temporalmente para dedicarse de lleno a estudiar Filología Hispánica. En 2001 la editorial de la Universidad Eafit publicó su primera novela titulada “Claro de Luna”; una especie de autobiografía en la que un “solitario joven sordomudo rememora escenas de su vida pasada, reflexiona sobre el sentido de su vida presente y contempla la belleza de la naturaleza para serenarse”. 

Como he dicho antes, Jorge Alberto dejó de ejercer la ingeniería civil y en este momento se encuentra cursando séptimo semestre de Filología Hispánica en la Universidad de Antioquia. Actualmente tiene un segundo libro en proceso de evaluación en la editorial de esta universidad; un libro en que se ven reflejados siete años de intensos estudios filosóficos y teológicos y en que se da cuenta de una falla que encontró en una obra muy importante del filósofo juedeoholandés Spinoza. Tras consultarlo con algunos expertos en el tema, lo escribió en forma de crítica. Espera con ansias que sea publicado para ver materializados tantos años de estudio y encierro que según él, casi lo enloquecen debido a la obsesión que le causó descubrir dicha falla en el trabajo del conocido filósofo. 

Luego de interpretar para mí otras dos composiciones, llenas de personalidad e impregnadas de su propio sello, sobrias, solitarias y prolijas ­-como su forma de vestir: incluso siendo domingo, lo veo con una seria camisa de botones, blue jeans y botas-, Jorge Alberto termina su improvisado y esperado concierto en el que tuve la oportunidad de ser su público, su cómplice y su crítico.  Me dispongo a partir con la promesa de volver pronto con mi computador portátil, donde tengo el software necesario para que juntos grabemos algunas de sus canciones de una manera un poco más profesional, a diferencia de la grabadora de periodista en la que quedó registrada nuestra tarde de domingo.

De los 28 temas que dice tener, escritos en una ordenada presentación de Power Point en su computador, tal vez desaparezca la mitad, o más, si son sometidos a algún tipo de análisis rígido de algún oído imparcial que no creo sea el mío, ya que a partir de este momento soy admirador de su música.  Aunque hay unos temas que, como él afirma, “quedaron mal traducidos”, otros son demasiado largos, repetitivos y en la misma tonalidad, siendo ésta mi más prematura crítica, ya que, al hacérsele más fácil escuchar las notas más graves de la guitarra, casi todos los temas se basan en el acorde más bajo del instrumento. Hay otros que bien merecen ser escuchados por personas diferentes a su madre Nubia, su hermana Cristina –la cual se ríe ante la posibilidad que alguien pueda encontrar bonita esa música “tan triste” y me mira incrédula cuando yo mismo le digo que por qué no, que prefiero su música mil veces al reggaetón que se escucha algunas casas abajo- o algún amigo de infancia que lo visita ocasionalmente, como yo.

Espero que algún día, no muy lejano, llegue a tener en mi poder una grabación de tranestelar –seguramente con un crepúsculo frío, nublado y hermoso en la portada­–, fruto de la imaginación de este talentoso solitario, ejemplo de superación, o sea, de perseverancia y determinación. Ese día, probablemente, pondré su música en el radio de mi carro, saldré a manejar sin algún rumbo fijo y le subiré el volumen a la música tan fuerte que corra el riesgo de quedarme sordo.  

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