martes, 22 de febrero de 2011

UN PASTUSO A 30 GRADOS BAJO CERO

Snowy neighborhood night 2 By Micah Taylor (originally in color) www.flickr.com


– Hola, ¡me estoy congelando!
– ¿Hacia dónde vas?– dijo el hombre en un inglés maltratado.
–Cerca de Berry Road, pero no tengo dinero– exclamé mientras tiritaba de frío.
–No importa, me queda de paso. Súbete.

La puerta trasera del carro de domicilios de Romi’s Pizza se abrió y, con entumecidos pasos, me trepé ansiosamente en él como si de ello dependiera mi vida –en cierto punto esto era cierto–.  Afuera, quedaban los casi 30 grados bajo cero y el conductor aumentó la calefacción del carro –que hasta ese momento siempre consideré inútil–; yo sentía que el miedo comenzaba a desaparecer para darle paso a un agotamiento intenso. El aire caliente y el olor a pizza me adormilaban, pero mi corazón latía tan fuerte que casi podía verlo palpitar por encima de mi suéter y la adrenalina, que todavía viajaba a más de cien por mis venas, me sumía en un estado casi frenético que sólo se disipó cuando cerré la puerta de la casa, sin frío, sin miedo y a salvo, unos minutos después.

Para un joven de diecisiete años, recién graduado del colegio y empacado en un avión, con apenas una semana de notificación, Toronto, la gigante capital de Ontario puede llegar a ser intoxicante de manera que sólo un adolescente puede conocer y experimentar. Partiendo del hecho que el principal motivo para un viaje de estos era estudiar inglés y, debido a mi alto interés en los idiomas desde pequeño, a las tres semanas de haber ingresado al ILSC International Language School of Canada, ya me encontraba cursando el último nivel, sin opción alguna de que reembolsaran la totalidad o parcialidad del dinero pagado con anterioridad por seis meses de curso. De ahí, que me dediqué a experimentar y a practicar el inglés de la mejor manera posible; es decir, viviendo y disfrutando de las maravillas que ofrece una metrópoli como ésta al estilo de un recién destetado adolescente ad portas de la mayoría de edad.

1:00 a.m.

-Até Amanhã –me dijo Ceci, una linda brasilera que hacía unos días había comenzado a ser algo más que una simple amiga y que siempre se dirigía a mi en portugués mientras tomaba el tren en dirección contraria con sus dos hermanos, Enrique y Eduardo. 

-Chau- le contesté en español y revisé mis bolsillos llenos de nada, cosa que nunca había sido un problema porque en Toronto basta tener una tarjeta de “Metro-Pass” para poder viajar sin problema alguno en todos los buses, tranvías y líneas del subterráneo.  Pero repito, nunca había sido un problema, hasta esa fría noche. 

La estación principal del subterráneo de Toronto es Bloor-Yonge, en la zona central de la ciudad, cercana al instituto y a la mayoría de lugares que solía frecuentar con mis amigos de intercambio, en su mayoría brasileros y colombianos. Una vez terminadas las noches de cerveza y carcajadas en lugares que casi siempre eran los mismos debido a que la mayoría de nosotros éramos menores de edad ­–pero incluso en Canadá hay porteros y meseros sobornables-, me esperaba como siempre un monótono viaje de una hora en subterráneo hasta la estación Old Mill en donde debía tomar luego un lento y solitario último bus de las dos a.m. hasta la esquina de la avenida Waniska, en donde a mitad de calle se encontraba la casa marcada con el número 58, la cual se había convertido en mi hogar por los últimos dos meses. 

2:40 a.m.            

El motor de una camioneta, unas cuantas calles atrás, disipó mis pensamientos e hizo que mis friolentos y cada vez más lentos pies se detuvieran en medio de la solitaria acera. Era el primer automóvil que veía pasar desde que, cuarenta minutos atrás, me di cuenta que había perdido el último bus que serpenteaba por las cuadriculadas y adormiladas calles cubiertas de nieve en uno de los más exclusivos y solitarios vecindarios del occidente de la metrópoli canadiense. Nunca pensé estar en medio de una calle y tener que levantar mi dedo pulgar en señal de autostop;  me sentía como Bill Bixby, protagonista de la serie de televisión de los setenta: “El Hombre Increíble”, que al final de cada episodio siempre terminaba caminando por una solitaria carretera estadounidense, sin rumbo y sin nada más que su ropa gastada esperando por la buena fe de algún conductor que detuviera su camión. 

A medida que la camioneta se acercaba, pasaban por mi cabeza imágenes de todas las películas de terror –de las cuales soy un ferviente admirador– en las que la víctima es frecuentemente un inocente transeúnte en busca de un aventón. Es increíble lo poderosas que pueden ser estas ideas en la mente de un adolescente, tanto así que cuando decidí hacerle señas al conductor, la camioneta había pasado de largo hacía unos cuantos segundos y las marcas de sus llantas estaban sembradas en la nieve como los rieles de una carretera que conduce a ninguna parte.  Atrás quedé yo, a mitad del trayecto, tiritando por el frío que poco a poco comenzaba a hacerse insoportable.

Para alguien criado en las montañas de Medellín, el frío puede variar mucho y tener muchas manifestaciones, nombres y hasta olores distintos. Un frío medellinense, por ejemplo, puede ser perfectamente una leve brisa mientras caminas de noche por las calles del barrio El poblado, una fría y lluviosa mañana que no pasa de los 12 grados centígrados y que te obliga a vestirte con tu más elegante chaqueta o bien, una noche en las alturas de la cercana Santa Helena, sin siquiera acercarse a los 2 ó 3 grados que te hiela los huesos y te hace desear ser uno de los leños que con embeleso miras arder en la chimenea de una encerrada casa de campo.  Sí, para nosotros los del trópico eso es un frío "el macho".

Cabe decir que un frío "el macho" o una simple brisa han sido siempre mi clima predilecto a diferencia de la mayoría de personas que conozco que, sin saber para dónde es el paseo de turno, siempre empacan de primero la pantaloneta de baño y la toalla en lugar de una chaqueta y una bufanda como lo haría yo.  Fueron precisamente la nieve y el frío, que experimentaría por primera vez, los que cautivaron mi atención y me hicieron tomar la apresurada decisión de emprender un inédito viaje al norte del continente a tan sólo una semana de que mi pasaporte tuviera un sello de ingreso en el segundo país más grande del mundo.  

Tanto me acostumbré a estar a más de 20 grados centígrados bajo cero que me enamoré del ritual que es ponerse cada mañana dos pares de medias, un calentador debajo de los blue-jeans, camiseta, un suéter grueso, una chaqueta enorme, un pasamontañas, guantes y un buen par de botas finas para que la nieve no se derrita en las medias causando un pésimo y frío contratiempo.  Me adapté tan bien al frío, que me decía a mi mismo que la próxima vez que fuera a Santa Helena, dormiría en ropa interior y sí tenía que levantarme de madrugada al baño, iría así, disfrutando del paradisíaco calor. Tanta confianza, me hizo una mala jugada: aquella noche, Ceci había extraviado su maleta con su abrigo, sus guantes y su pasamontañas adentro; así que yo, complacido de ayudarle, le presté los míos ya que tanto el tren como el bus que me esperaban tenían calefacción y para mí, caminar media cuadra hasta la casa, no implicaba mayor sacrificio. 

2:55 a.m.

Una vez me acostumbré a la temperatura del auto de domicilios y que comenzaba a hacerme a la idea de que no moriría de frío esa noche, me detuve a examinar la cara del repartidor de pizzas. Su rostro, a pesar de estar casi en su totalidad cubierto por un gran pasamontañas tipo guerrillero, de esos que sólo dejan descubiertos parte de la nariz y los ojos, lucía extrañamente familiar, especialmente su mirada.  Quería entablar conversación con él quien, para ese momento, se convertía en mi salvador. Pero pensaba que le representaría un simple muchacho tonto que no sabía cómo llegar a su casa en medio de la noche. 

No creo que sospechara que fuera extranjero ya para unos ojos desprevenidos, pues el color de mi piel no era motivo para dudar de mi nacionalidad en un multirracial Canadá, llena de inmigrantes de casi todos los continentes y razas. Además, desde pequeño crecí escuchando “The Beatles”, “Led Zeppelin” o “Black Sabbath” por nombrar sólo algunas bandas de rock británico, las cuales se convirtieron en mis primeras y autodidactas lecciones de inglés, gracias a las cuales aprendí a hablarlo de manera empírica, aunque con un acento neutro y perfecto como alguna vez me aseguraron varias personas que sí eran hablantes naturales de aquél idioma.  Supuse, entonces, que no habría notado en mí hablar un acento que delatara mi nacionalidad, aunque no puedo decir lo mismo de él, ya que cuando me invitó a subir al carro, yo sí sentí cierta inexperiencia en el uso del idioma.

Mientras trataba de encontrar las palabras para romper el hielo –hielo que además comenzaba a derretirse bajo mis suelas- y agradecerle la gentileza al reservado conductor, reconocí en el tablero del carro una pequeña calcomanía de un escudo que para mí y para toda persona amante del fútbol, especialmente de mi país es inconfundible: el del Atlético Nacional.  Aquella diminuta visión cambió el curso de aquella noche para siempre.

–¿De dónde eres?- le pregunté emocionado en español.
–Soy de Pasto, Colombia– dijo él, confundido.

2:05 a.m.
  
Darse cuenta que por unos cuantos minutos perdiste el último bus y revisar una vez más sin éxito los bolsillos en busca de dinero son dos cosas que, si bien podrían considerarse problemáticas, a primera vista son fáciles de resolver.  Bueno, déjenme decir que en las circunstancias en las que me encontraba, estos dos inconvenientes son bastante intimidantes.  El lugar: la estación Old Mill, que a las dos de la madrugada está desierta ya que tan sólo está abierta la puerta de salida y no precisa de vigilancia.  La temperatura: 28 grados bajo cero según un gigante letrero de neón ubicado a la salida del edificio.  Recorrí con la mirada las vacías calles en busca de algún taxi pero fue en vano; además, con lo costosos que eran, ni ahorrando unos días habría logrado costear el trayecto hasta la casa de la familia Bradasevic, los calurosos y gentiles croatas que se habían convertido en mi familia por el tiempo que durara mi estadía en esta ciudad. Pienso también que aún teniendo dinero para el taxi o para una llamada local, no habría tenido el valor de despertarlos y suplicarles que me recogieran o me pagaran el valor de la carrera; simplemente habría muerto de vergüenza. Me sentía solo, hacía frío y lo mejor era ponerse en marcha lo antes posible.

Fue la única opción, entonces, emprender una caminada que días atrás me había tomado una hora y media aproximadamente en un soleado día invernal.  Aquella noche no estaba nevando, así que, para los que han vivido alguna vez en estas condiciones, quiere decir que está haciendo más frío de lo normal. Como se sabe, cuando nieva, el frío disminuye un poco.  Con un simple suéter de lana, sin guantes y sin gorro para la cabeza y orejas comencé una travesía que, once años después, considero una de las más impactantes de mi vida, sobre la cual escribo con melancolía y revivo como si hubiera sido ayer. 

Un pastuso en Canadá


Como una criolla versión de “English man in New York”, la conocida canción del cantante inglés Sting, viene a mi mente el recuerdo de este impensado héroe. Qué inexplicable y extraña coincidencia es que justamente un pastuso, el equivalente en España a un gallego; es decir, el gentilicio colombiano con más tonta reputación y blanco de infinidad de mofas y burlas se transformara para mí en sinónimo de salvador e insospechado protagonista. No existía en ese momento chiste o cuento alguno que narrara la historia de un simple repartidor de pizzas pastuso que, en una fría y solitaria madrugada canadiense, decidió recoger a un entumecido caminante que hacía autostop y, sin querer, se había convertido en el redentor de ese asustado e inesperado compatriota. 

“Eso fue el Ángel de la Guarda”, me dijo alguna vez alguien cuando le conté la historia.  Bueno, no lo sé, soy persona poco creyente –por no decir para nada- pero esta persona quedó grabada en mi mente como una imprevista coincidencia que me ayudó en un momento en el que me encontraba asustado, solo y a punto de contraer hipotermia debido al frío más extremo que alguna vez sentí.

Como si se tratara de un sueño cálido y confuso, hay cosas de él que recuerdo bien, otras no tanto. Creo recordar que se llamaba Luis, aunque a veces en mi mente se llama perfectamente Antonio o Pedro; lo cierto es que llevaba viviendo un año en Toronto y hacía pocos días había comenzado a repartir pizzas en el único restaurante italiano de aquél residencial sector.  También recuerdo lo sorprendido y alegre que fue para él encontrar a un colombiano en aquellas solitarias y monótonas calles, especialmente cuando con mi temblorosa voz le dije que era seguidor de Nacional y que, gracias a la calcomanía del “Rey de Copas”, había reconocido en él a un compatriota. Aunque la pizzería no se encontraba muy cerca de mi casa y yo habría podido caminar perfectamente aquella distancia, él mismo insistió en llevarme hasta la puerta de la casa, aún sabiendo que esto significaba desviarse un poco de su ruta. No tengo palabras para describir lo que sentí cuando le estreché la mano y le dije lo mucho que había significado para mí conocerlo en tan inesperadas circunstancias. Creo que debo haberle dicho gracias unas siete u ocho veces antes de sentirme listo para bajar del carro. 

­–Cuídese mucho paisa, que tal que me hubiera tocado el turno de la tarde y estuviera ese coreano que trabaja conmigo en la pizzería; ese le pasa por el lado y no le importa- me dijo mientras ponía en marcha el carro y se alejaba. 

2:25 a.m.

¿Qué pensarían mis padres si supieran que en este momento su único hijo se encuentra a 30 grados bajo cero, con la nariz congelada, las orejas a punto de partirse del frío y cortando camino a través de las tumbas de un silencioso cementerio mientras sus pesadas y mojadas botas dejan profundas huellas en la nieve?

Estoy seguro que no existe monja lo suficientemente regañona y cascarrabias que sea capaz de producir con un pellizco el dolor que se siente cuando se te están congelando las orejas.  Es esa la sensación que más recuerdo de aquella noche en la que casi me congelo de frío mientras caminaba por el cementerio de Park Lawn en un desesperado intento por ganarme unos cuantos minutos de camino. Las tumbas, las cruces o los pequeños zorros que ocasionalmente rompían el silencio y huían asustados no eran lo espeluznante de aquella escena, eran mis músculos que cada vez se entumecían más, o mis dientes, que a medida que tiritaba más y más, sentía que estaban a punto de quebrarse.  Cuando llegué al final de mi atajo, por poco no soy capaz de trepar la pequeña reja que separaba el cementerio de la calle. Con un estruendoso salto, caí al otro lado, con la seguridad de que nadie se habría dado por enterado si me partía la cabeza en el intento.

A medida que el frío se hacía más insoportable y mis pasos más lentos, deseaba cada vez más estar en algún barrio de mi natal Medellín en la que por cada cuadra existen una o dos tiendas en las que podría haber pedido ayuda. También comenzaba a considerar la posibilidad de tocar el timbre de alguna de esas enormes casas cercadas con tupidos antejardines y pedir ayuda, pero el temor a convertirme en el protagonista de alguna de tantas historias de xenofobia hacía que esta idea pasara pronto a un segundo plano.  Entonces, saqué fuerzas y seguí caminando, muerto del frío y rodeado de gente durmiendo en cálidas casas con calefacción de última generación, esperando que esa larga noche llegara a un pronto final.

Minutos después, con las orejas y las manos entumecidas, la cara quemada por el frío, tan asustado como cansado, escuché el sonido de otro vehículo que se acercaba.  Era el segundo carro que veía desde que, 50 minutos atrás comenzara una helada travesía por las solitarias y calladas calles de un barrio residencial de Toronto.  Esta vez no dejaría pasar de largo el carro sin pedirle un aventón; nada tenía que perder, todo lo contrario, a esas alturas de la noche unas cuantas calles que me acercara podrían valer su distancia en oro, o más bien en calor.  Así que me hice a un lado de la calle y saqué con esfuerzo la mano de uno de los bolsillos del blue-jean y levantando el dedo pulgar esperé. 

A medida que el carro se acercaba, fue haciéndose claro un letrero pegado en el techo del vehículo y reconocí la publicidad de la pizzería de Berry Road que tantas veces había visto desde la ventana del bus camino a casa y que nunca había tenido la oportunidad de visitar, Romi’s Pizza.  Finalmente el carro se detuvo, la puerta trasera se abrió y un delicioso olor a pizza salió de su interior. 

Cabe decir para terminar que fui un par de veces al restaurante italiano en busca de aquél repartidor de pizza, pero siempre me encontré con un malhumorado asiático que en un inglés peor que el del pastuso decía:

–No está, no está. 





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