martes, 17 de mayo de 2011

De regreso al colegio



Son las once de la mañana del lunes 9 de mayo. A esa hora, mucho más temprano que de rutina, salí del trabajo para disponer de más tiempo en la travesía que me espera hoy, una travesía que más que por calles o carreteras, es a mis adentros; a mis recuerdos de niño, de adolescente y a los paisajes que reflejaban mis ojos cuando, ir a ese lugar al que me dirijo ahora, fue cosa de todos los días. A menos de treinta minutos de donde transcurre mi vida actual, hay un lugar que me transportará a más de una década atrás, con solo cruzar su puerta o mirar su imponente construcción. Ese sitio, es el antiguo Colegio San José de la Salle, en el barrio Boston.

Difícil tratar de enumerar los recuerdos que pasan por mi mente, mientras cruzo las calles del centro de la ciudad, llego al Parque de Boston y tomo luego la calle 55. El solo hecho de pasar por dicha calle me hace entender que voy al punto en donde estudié 13 años de mi vida y el cual, después de finalizar mis estudios en 1999, he visitado máximo dos o tres veces. La ruta sigue siendo la misma a pesar de los casi doce años que han pasado; además, estoy seguro que sería capaz de llegar así estuviera ciego o le cambiaran el sentido a todas las calles. “La cárcel”, como solía referirme al Colegio por su tamaño y diseño cuadriculado, se observa desde la lejanía: alto, imponente, inconfundible.

Debo aclarar que ese edificio ya no es propiedad de los hermanos lasallistas y el Colegio San José ya no queda allí. Hace cuatro años que le vendieron el enorme terreno al Municipio de Medellín y construyeron un hermoso y moderno colegio en la Loma del Zorro en el barrio El Poblado. Esa mole ya no es mi colegio pero es exactamente el lugar al que quiero ir y en el cual deseo rehacer los pasos que tantas veces di.  Qué sentido puede tener ir a un lugar que no logrará desenterrar ningún recuerdo y en el que, probablemente, ya no trabaje ninguna persona que haya estado en mis días por más que se llame Colegio San José.  Un Colegio, que de hecho, no significa mucho para mí pues, a pesar de haber pasado todos mis años de colegio allí, lo quiero más bien poco como institución. Tal vez, me quedé con algún resentimiento adolescente y puedo decir que sus rígidas y cuadriculadas enseñanzas católicas me siguen resbalando, como lo hacían hace una década atrás. Otra cosa muy distinta son las paredes, las puertas y los pasillos de aquel lugar al que le debo tantos recuerdos, indiferentes a la educación, pero prendidos a mis entrañas como garrapatas. Esa “cárcel” de cuatro gigantes paredes significa todo; cada salón, por el que alguna vez pasé, dispara automáticamente en mi una imagen, una persona, una sensación.

Cuando finalmente llego a la entrada de lo que ahora es la institución universitaria ITM, no puedo evitar esbozar una sonrisa al desviar la mirada y ver la antigua casa de un compañero de clase, quién, a pesar de vivir a metros del lugar, siempre era el último en llegar a sus aulas. El vigilante de la entrada me hace pasar, me indica el lugar en dónde parquear el carro y me informa que para poder tomar fotos de la nueva entidad educativa, es necesario ir primero a vicerrectoría para que me tomen los datos y pueda gestionar el permiso. 

Mientras me dispongo a parquear el carro siento de repente que ya no es mi carro actual; automáticamente tengo diecisiete años y me encuentro ansioso esperando a mis amigos de grado once para que vean el carro que me regaló mi papá, el cual, gracias a que el día anterior me entregaron la licencia de conducción, puedo llevar por primera vez al Colegio. Cierro los ojos, respiro profundo. Otra vez soy el yo de hoy.

Lo primero que me llamó la atención fue el vacío enorme que dejó una virgen que solía estar en la entrada de la otrora iglesia del Colegio, ahora auditorio de la mencionada universidad. Es extraño, pero tiene sentido: al ser el ITM una institución pública, no puede haber connotaciones religiosas de ninguna clase. Supongo que quien nunca conoció el lugar siendo iglesia no tiene reparos en comer papitas o escuchar música en el Ipod mientras dormita una conferencia, pero yo, aún sin ser creyente, creo que me costaría acostumbrarme a ver “Serenata” de Teleantioquia o a “Suso el paspi” en el lugar al que cada semana nos llevaban como reses a misa y en el que hice la Primera Comunión y me confirmé, por obligación.  Reconozco que al fin y al cabo algún respeto le toma uno a la espiritualidad del lugar.  Intenté entrar y curiosear un poco pero estaba cerrado; desde afuera, pude ver que por lo menos los vitrales siguen intactos.

Una vez llego a la vicerrectoría, me hacen pasar a la oficina de Lina María Moreno, jefe de Programa de la universidad. Mientras la saludo y le explico las razones de mi visita, me doy cuenta que estoy en el lugar en donde también solía ser la rectoría del colegio, un lugar al que pese a mi rebeldía juvenil, no llegué a conocer pero imaginaba oscuro, lleno de telarañas y con olor a azufre. Queda evidenciado que no me caía en gracia el por entonces rector del Colegio, un bigotudo que no viene al caso mencionar. La oficina de la jefe de programa es amplia, iluminada y completamente distinta a lo que imaginaba cuando mi preocupación consistía en no tener que conocer nunca dicho lugar.

Mi charla con la funcionaria fue agradable, para haber llegado sin aviso previo. Lina María me contó todo lo que necesitaba saber del ITM y su sede Campus Fraternidad-Boston. Por ejemplo, que hace cuatro años que están en la totalidad de la sede, luego del traslado de la Corporación Universidad Lasallista al municipio de Caldas, la cual ocupaba los pisos cuarto y quinto del Colegio y a los cuales los estudiantes del San José subíamos siempre haciéndonos pasar por universitarios aunque nos delatara el acné o la voz en proceso de madurar.

Actualmente el ITM cuenta con 10.972 estudiantes matriculados y en él se han invertido más de 20.000 millones de pesos; además, el Municipio de Medellín solamente le entregó a dicha institución el espacio comprendido por el edificio del colegio. Por su parte, las canchas deportivas y las piscinas le fueron cedidas al INDER, el preescolar a CONFAMA; próximamente, la antigua casa de los hermanos lasallistas será convertida en un hogar para la tercera edad, administrado por el Club Rotario y el parqueadero, situado al norte del Colegio, será entregado a la Policía Metropolitana. Además, cuentan con un proyecto para la construcción de una vía que comunique los barrios aledaños.

El antiguo museo, el cual era una referencia notable en la ciudad, fue cedido de igual forma al ITM y, según Lina María Moreno, esperan se convierta en un sitio de referencia, de puertas abiertas para todo el que quiera conocer uno de los museos de historia natural más completos de Medellín.

Una vez terminada la charla, la jefe de programa llama a un guardia de seguridad para que me acompañe durante el recorrido, asegurándose que no haya ningún problema al momento de tomar las fotos. Iniciamos entonces el recorrido, sintiéndome como un turista japonés, con mi cámara y un guía turístico visitando sitios que estoy seguro conozco mejor que cualquier persona que se encuentre allí en ese momento.

La primera sorpresa que me llevé fue el patio principal. Ya no es un mar de cemento lleno de niños corriendo tras un balón que algún estudiante de undécimo pateó lo más lejos que pudo para ver qué tan fácil era hacerlos llorar. Ahora, es un lindo patio lleno de pequeños jardines con palmeras que le dan un toque de vida y color a ese espacio inerte, tan parecido a un panóptico y en el que estuve tantas veces haciendo curso de estatua durante incansables actos cívicos. 

Es increíble lo que pueden hacer por un espacio unas cuantas palmeras, le digo a Carlos Restrepo, mientras me acompaña al último piso para tomar una panorámica del lugar. Ni siquiera en los trece años que estudié allí tuve la oportunidad de subir hasta la terraza, en donde también está el famoso Observatorio que hasta el día de hoy no sé si es un mito, o en realidad hay un telescopio para ver algún eclipse, como el que me tocó en décimo grado y Alexander, el profesor de matemáticas, hacía lo imposible para que no fuéramos a mirar directamente al sol y, claro, más fácil era coger un relámpago por la cola; pobre de él. 

Desde arriba pude observar claramente lo que queda de mi viejo Colegio, mi “cárcel”, esa que recuerdo con más afecto que a las mismas enseñanzas recibidas de mis profesores, a excepción de algunas pocas impartidas por algunos de ellos que, por su propio interés inculcaron en mí valores que considero vitales para lo que soy hoy…y, claro está, los amigos, esos dos o tres que nunca se han ido a pesar de haber tomado caminos distintos años atrás.

Lo que antes era un simple colegio lleno de salones, puertas, pupitres y ventanas es hoy un lindo y moderno complejo universitario, como si ese cuadriculado edificio de 5 pisos y balcones largos estuviera predestinado para este fin. Los estudiantes aparecen ante mis ojos desparramados en la cafetería o en las bancas, con ropas coloridas y hermosamente heterogénea le dan vida al lugar y ratifican su carácter universitario, académico y diverso.

Mientras camino por la terraza para tomarle una foto a las olvidadas canchas de fútbol, esas que están iguales a como las dejé, peladas y que raspaban con solo mirarlas, llegan a mi mente infinidades de recuerdos. Cada uno de los salones en los que estudié contiene imágenes, olores, alegrías, tristezas, pero, sobre todo, sueños.  La vista desde la terraza es impactante; por donde quiera que mire, veo miles de casitas, edificios y buses que desde lejos parecen insectos en un enjambre gigante que es la ciudad. Aprovecho para tomar una foto del centro de Medellín y dirijo la mirada al próximo y último destino de esta travesía por mi infancia: las piscinas.

Estoy seguro que de no haber estado escribiendo el presente trabajo para la universidad, no habría sido capaz de subir hasta el lugar que siempre ha ocupado el primer puesto en el podio de mis recuerdos del Colegio. ¿Por qué?, pues al preguntarle a Lina María Moreno por las piscinas, su cara cambió al contarme que cuando fueron designadas al INDER, decidieron que era más rentable vaciarlas, como si fueran las piscinas de alguna expropiada casa de mafioso, que tomarse el tiempo de administrarlas y darles un buen uso. Hoy, esas tres maravillosas piscinas con que contaba el Colegio San José y en donde, además funcionó la primera sede de la Liga de Natación de Antioquia hace aproximadamente 25 años, son sólo un recuerdo.

A paso lento, sin querer ofender al que haya tenido que ir a reconocer el cuerpo de algún ser querido, siento apropiada la comparación y me dirijo a la morgue de mis recuerdos más valiosos para reconocer el cuerpo vacío de las piscinas en las que durante más de 6 años entrené sin descanso una vez finalizada la jornada escolar. Carlos el vigilante y yo, subimos las escalas y aparecen ante mí, tras la malla, tres piscinas vacías pero llenas de olvido.  ¿Cuántas veces me tiré desde el trampolín más alto o cuántas veces nadé de lado a lado la piscina semiolímpica tratando de alcanzar a Ortiz, mi compañero de entrenamiento que casi siempre nadaba más rápido que yo? No sé, pero por más que trato de evocar lindos momentos, la escena ante mi habla por sí sola y no pienso dejarla inadvertida.

Como si ya fuera un aclamado periodista, le pido al INDER una explicación. ¿En qué ciudad del mundo tres piscinas de esta calidad son malgastadas de esta manera?, por lo que vi hoy, el ITM está haciendo las cosas tan bien que estoy seguro que si de ellos dependiera, estarían impecables, incluso mejores que en los días del San José. Ojalá esto que escribo llegue de algún modo a ser leído por aquél que tenga en sus manos una respuesta y de una explicación no sólo a mí, a la jefe de programa y a la propia comunidad que quien también pregunta por las piscinas y, de igual manera, se indigna al conocer el estado actual de las mismas.

Luego de tomarle las fotos al cementerio seco que son las piscinas, me dirijo otra vez a la oficina de Lina María Moreno para agradecerle su hospitalidad; le prometo enviarle lo que escriba y salgo rumbo al carro. Entonces, cierro los ojos y escucho “el disco”, el equivalente al timbre de salida y tengo puesto el uniforme del colegio. Varios estudiantes salen a empujones de los salones y me pasan por el lado mientras corren para coger el mejor puesto en alguna de las rutas de buses. Es día de entrenamiento y no corro como ellos, el riesgo de perder el bus.  Aprovecho para pedirle el cuaderno a algún compañero para desatrasarme ya que me perdí una o dos clases por andar cantando en el coro y camino rumbo a las piscinas, esas que son mi lugar preferido del Colegio y que seguramente extrañaré cuando hayan pasado varios años y recuerde los días que viví en el Colegio San José de la Salle. 



Oír para creer

La habitación está vacía y opaca, las paredes desnudas y la puerta cerrada.  Desde la única ventana sin cortina se observa la tarde oscura, cubierta de nubarrones y se percibe  el tranquilo olor de la lluvia al caer sobre el asfalto. Alguien, sentado en un taburete, está solo y se siente solo; una angustia lo recorre por no tener nada que hacer ni con quien. El tiempo se pierde horriblemente. Espera sosegarse y la pieza musical que se dispone a cantar tiene un fin primordial: conquistar un estado de euforia. Las gotas de lluvia golpean la ventana, poco a poco se hacen más fuertes.  De la nada, un estridente acorde de Re Menor apuñala el silencio con su guitarra.

Esas palabras son el preámbulo y el contexto de la composición musical que en unos instantes interpretará para mí Jorge Alberto Vásquez González, ingeniero civil y estudiante de séptimo semestre de Filología Hispánica de la Universidad de Antioquia.  Hasta entonces nada parece ser inusual. Me explico: estoy casi seguro de que existen en este momento miles de personas interpretando sus composiciones inéditas a algún amigo o enamorado, vacilantes, con una guitarra desafinada y bajo el amparo del pequeño imperio de sus habitaciones cerradas, libres de críticas y murmullos. Ahora bien, Jorge Alberto tiene la puerta abierta, sus dedos no vacilarán ni un segundo al rasgar las cuerdas de su guitarra una vez empiece la música.  Nada parece salirse de la normalidad; pero se me olvidaba decir algo: él tiene sordera profunda bilateral. 
 
La vieja guitarra electroacústica que hace algún tiempo le regaló un amigo de su padre sirve de intermediaria entre él y su historia, con la imaginación y la irremediable semejanza ­­–sin duda intencional- entre el solitario personaje que inspira la canción y su intérprete. 

Jorge Alberto se desdobla una vez sujeta la pajuela y rasga las cuerdas de la gastada guitarra con una claridad y finura producto sólo de incansables jornadas atrincherado en su habitación,  muchas veces con su oreja inclinada al cuerpo del instrumento para poder sentir las vibraciones de las cuerdas, especialmente las cuerdas graves que producen unas ondas que, aunque de modo leve, puede percibir bien. Mientras nuestros ojos se encuentran en un ocasional cruce de miradas, se hace obvio que esa música lo transporta muy lejos de allí, lejos de su ambiente y de sus cosas, a un lugar tranestelar; palabra que significa más allá de las estrellas y que, en la hipótesis de grabar un disco, sería el nombre de su banda.

Es una tarde de domingo. Por la ventana se filtra un grito de gol desde el televisor de alguna casa vecina, imperceptible para el oído de Jorge Alberto, que, aunque en ese momento está allí, entre sus libros y sus cosas, realmente está cercado por árboles bajo un cielo nublado, sintiendo el frío que evoca su canción. 

La música continúa: es melancólica, enérgica y evoca las grises atmósferas de las guitarras de las bandas grunge de los noventas, bandas que, según él, lo marcaron. Sigue escuchándolas con la nostalgia de las inacabables tardes adolescentes en las que solía pasarse con la oreja inclinada al parlante del equipo de sonido para así poder oír mejor aquellas canciones de una generación rebelde, canciones que le enseñaron a escuchar a su manera, que le enseñaron a su “obtuso oído” -como él mismo dice- a oír para creer… 

En el diccionario de la Real Academia Española, la palabra euforia, en la primera acepción, significa: «Capacidad para soportar el dolor y las adversidades». “Euforia”: así se titula la canción, que escucho con entusiasmo mientras intento memorizar el momento, agudizando mis sentidos para dejarme llevar a ese lugar que invitan no sólo las notas de la guitarra, sino una letra eventual que en su inconfundible voz canta o más bien recita: “Euforia, euforia, ven ya, ven…” letra que, según Jorge Alberto, es invocada por el ficticio y solitario personaje que inspira la pieza musical, mientras divisa la lluvia desde la ventana de su habitación y espera el sosiego necesario para soportar el dolor de estar tan solo.

Una vez finalizada su interpretación, Jorge Alberto se ríe, descansa la vieja guitarra en la cama y me mira como si buscara mi aprobación.  Por supuesto, la tiene, ¿qué más puedo decir? Me gusta su canción, en realidad es así.  “Euforia” es pegajosa, rítmica y realmente recuerda un aire de tristeza y hasta ocasiona el frío que pronostica.  Su sueño es llegar a grabar sus canciones algún día, probarse a sí mismo que lo que él oye en su mente puede ser considerado como música digna de ser escuchada una vez “traducida” ­-así denomina Jorge Alberto el proceso de dar a luz sus ideas y transformarlas en música, audibles para el oído promedio-  y pulidas por algún oído entrenado, en este caso el mío, debido al título universitario que me califica como músico profesional y que, según él, me distingue como veedor o, mejor dicho, como oidor de sus canciones. 

Su música es sombría y un tanto repetitiva. Aclaro que ninguno de estos dos calificativos son peyorativos; todo lo contrario, demuestran una exploración y un recorrido por sus adentros, por sus emociones y deseos que finalmente se reflejan en una música que, ineludiblemente, se parece a su autor y esto es algo que muchos artistas anhelan y sólo pocos logran obtener. 

Jorge Alberto no es un músico profesional; más bien ser músico es para él un hobby, un pasatiempo, una fuga de la cotidianidad del estudio, que lo absorbe totalmente en inacabables libros llenos de párrafos, tan tupidos como hiedras; párrafos que hay que releer y releer para exprimir de ellos el preciso aroma que poseen. Sus estudios en Filología son un espeso placer. Jorge Alberto, como es conocido en su familia, parece un intelectual, casi un ermitaño en su cuarto, que es un mundo muy particular, como su santuario: allí duerme, escribe y estudia mientras sus padres y hermanos, cohabitantes de su casa, se ocupan de sus actividades, ruidosos -como somos todos-, aunque casi silenciosos para los oídos de un Jorge Alberto acostumbrado a leer las palabras que provienen de los labios como si fueran letras de los libros que tanto lee.  

La sordera de Jorge Alberto, para mí, es anecdótica al escribir esto.  La sordera no ha sido una gran limitación para él; a mi modo de ver, ha sido un impulso, un motor. A sus 30 años, Jorge Alberto cuenta con un currículo que ya quisieran muchas personas. Por ejemplo, cuando era adolescente por poco se convierte en jugador profesional de fútbol, pero una lesión le impidió seguir jugando fútbol cuando el Envigado Fútbol Club se mostraba interesado en él.

Jorge Alberto es ingeniero civil de la Universidad Eafit. Dejó de ejercer temporalmente para dedicarse de lleno a estudiar Filología Hispánica. En 2001 la editorial de la Universidad Eafit publicó su primera novela titulada “Claro de Luna”; una especie de autobiografía en la que un “solitario joven sordomudo rememora escenas de su vida pasada, reflexiona sobre el sentido de su vida presente y contempla la belleza de la naturaleza para serenarse”. 

Como he dicho antes, Jorge Alberto dejó de ejercer la ingeniería civil y en este momento se encuentra cursando séptimo semestre de Filología Hispánica en la Universidad de Antioquia. Actualmente tiene un segundo libro en proceso de evaluación en la editorial de esta universidad; un libro en que se ven reflejados siete años de intensos estudios filosóficos y teológicos y en que se da cuenta de una falla que encontró en una obra muy importante del filósofo juedeoholandés Spinoza. Tras consultarlo con algunos expertos en el tema, lo escribió en forma de crítica. Espera con ansias que sea publicado para ver materializados tantos años de estudio y encierro que según él, casi lo enloquecen debido a la obsesión que le causó descubrir dicha falla en el trabajo del conocido filósofo. 

Luego de interpretar para mí otras dos composiciones, llenas de personalidad e impregnadas de su propio sello, sobrias, solitarias y prolijas ­-como su forma de vestir: incluso siendo domingo, lo veo con una seria camisa de botones, blue jeans y botas-, Jorge Alberto termina su improvisado y esperado concierto en el que tuve la oportunidad de ser su público, su cómplice y su crítico.  Me dispongo a partir con la promesa de volver pronto con mi computador portátil, donde tengo el software necesario para que juntos grabemos algunas de sus canciones de una manera un poco más profesional, a diferencia de la grabadora de periodista en la que quedó registrada nuestra tarde de domingo.

De los 28 temas que dice tener, escritos en una ordenada presentación de Power Point en su computador, tal vez desaparezca la mitad, o más, si son sometidos a algún tipo de análisis rígido de algún oído imparcial que no creo sea el mío, ya que a partir de este momento soy admirador de su música.  Aunque hay unos temas que, como él afirma, “quedaron mal traducidos”, otros son demasiado largos, repetitivos y en la misma tonalidad, siendo ésta mi más prematura crítica, ya que, al hacérsele más fácil escuchar las notas más graves de la guitarra, casi todos los temas se basan en el acorde más bajo del instrumento. Hay otros que bien merecen ser escuchados por personas diferentes a su madre Nubia, su hermana Cristina –la cual se ríe ante la posibilidad que alguien pueda encontrar bonita esa música “tan triste” y me mira incrédula cuando yo mismo le digo que por qué no, que prefiero su música mil veces al reggaetón que se escucha algunas casas abajo- o algún amigo de infancia que lo visita ocasionalmente, como yo.

Espero que algún día, no muy lejano, llegue a tener en mi poder una grabación de tranestelar –seguramente con un crepúsculo frío, nublado y hermoso en la portada­–, fruto de la imaginación de este talentoso solitario, ejemplo de superación, o sea, de perseverancia y determinación. Ese día, probablemente, pondré su música en el radio de mi carro, saldré a manejar sin algún rumbo fijo y le subiré el volumen a la música tan fuerte que corra el riesgo de quedarme sordo.  

lunes, 9 de mayo de 2011

Mi ciudad

Mi ciudad by Milo Orozco
Mi ciudad, a photo by Milo Orozco on Flickr.

Hoy, deshaciendo pasos que di trece años seguidos estudiando. Nostalgia, por supuesto... cuántas veces mis ojos vieron esto y mis adentros cambiaban cada vez... once años después, sigo siendo el mismo, aunque distinto y hoy, mi corazón está ahí, en esa ciudad, ausente, perdido y lejos del lugar donde se tomó la foto, es decir, lejos de mi.